A lo largo de la historia, a muchos los científicos les ha motivado la aspiración de comprender cómo funciona la naturaleza.
En su forma más pura, se trata solo de eso: el deseo de entender, sin tener en cuenta cuán útiles o rentables puedan ser los descubrimientos.
Ese enfoque de la ciencia se llama «investigación impulsada por la curiosidad» o «investigación sin límites».
Uno de los mejores ejemplos de los practicantes de esta forma pura de descubrimiento es el físico irlandés John Tyndall (1820-1893).
Además de ser un erudito, Tyndall también era un romántico.
Era un entusiasta montañista y pasaba mucho tiempo en los Alpes. A menudo hacía una pausa al atardecer pues las puestas de Sol alpinas y su magnífica gama de colores lo dejaban extasiado.
Fue por eso que se propuso comprenderlas y, con ello, logró inspirar a generaciones de científicos a realizar investigaciones fundamentales.
La razón de la belleza
Su ilimitada curiosidad y su interés por la naturaleza lo llevaron a explorar una amplia gama de temas y a hacer muchos descubrimientos clave para la ciencia.
Fue él, por ejemplo, quien demostró por primera vez que los gases en la atmósfera absorben calor en grados muy diferentes, descubriendo así la base molecular del efecto invernadero.
Para encontrar respuestas a sus diversas preguntas, inventó experimentos para los que construyó varios aparatos, algunos muy sofisticados, que requerían, además, de una profunda comprensión teórica y una tremenda destreza.
Pero cuando quiso saber por qué el cielo se ve azul en el día y rojo al atardecer, los instrumentos que usó fueron sencillos.
Armó un simple tubo de vidrio para simular el cielo y usó una luz blanca en un extremo para simular la luz del Sol.
Descubrió que cuando llenaba gradualmente el tubo de humo, el haz de luz parecía ser azul desde un costado pero rojo desde el otro extremo.
Se dio cuenta de que el color del cielo es el resultado de la luz del Sol dispersándose por las partículas en la atmósfera superior, en lo que ahora se conoce como el ‘efecto Tyndall’.
Otro de sus aparatos fue aún más simple.
«El cielo en una caja»
Sr trataba de un tanque de vidrio lleno de agua, al que le agregaba unas gotas de leche.
Lo que hacía la leche era introducir algunas partículas en el líquido.
Una vez lista la sencilla receta, Tyndall encendió una luz blanca al lado de un extremo del tanque.
Inmediatamente vio que el tanque se iluminaba con diferentes colores.
A Tyndall le fascinaba el experimento. En su estilo típicamente poético, lo describió como «el cielo en una caja».
Y es que a un lado del tanque, la solución era azul. Pero a medida que viajaba hacia el otro lado, se iba tornando más amarilla, hasta volverse naranja, como el atardecer.
Arcoíris
Tyndall sabía que la luz blanca está hecha de todos los colores del arcoíris. Y pensó que la explicación de ese fenómeno que tanto lo cautivaba era que la luz azul tenía una mayor probabilidad de rebotar y dispersar las partículas de leche en el agua.
Ahora sabemos que esto se debe a que la luz azul tiene una longitud de onda más corta que los otros colores de luz visible. Eso significa que la luz azul es la primera en dispersarse por todo el líquido.
Es por eso que la parte más cercana a la fuente de luz se ve azul. Y es por eso que el cielo es azul: porque la luz azul del Sol tiene una mayor probabilidad de dispersarse en la atmósfera.
Pero el tanque también explica los colores del atardecer.
El porqué del ocaso
A medida que la luz penetra más profundamente en el agua lechosa, todas las longitudes de onda más cortas de la luz se dispersan dejando solo las longitudes de onda más largas de naranja y rojo.
Entonces, el agua se ve progresivamente más naranja y, si el tanque es lo suficientemente largo, roja.
Eso es lo que ocurre con el cielo.
A medida que el Sol se pone más bajo, su luz tiene que viajar a través de más atmósfera, por lo que las longitudes de onda azules más cortas se dispersan por completo, dejando sólo la luz naranja y roja, haciendo que el cielo se vea rojo al atardecer.
Hoy, sabemos que la luz se dispersa principalmente en las moléculas de aire, en lugar de partículas de polvo, como pensaba Tyndall.
Pero, aunque su explicación fue incorrecta en detalles, fue absolutamente certera en su principio.
De hecho, la mala interpretación de sus resultados fue lo que llevó a Tyndall a hacer su descubrimiento más importante.
Una caja y algo de polvo
Siendo un científico curioso, Tyndall decidió proceder y llevar a cabo más experimentos.
Entonces tomó una caja de aire llena de polvo, y dejó que éste se asentara por días y días y días.
Llamó a esa muestra, con todo el polvo asentado, «aire ópticamente puro».
Luego comenzó a poner cosas en la caja para ver qué pasaba.
Primero puso un pedazo de carne. Luego, un poco de pescado. Incluso le añadió muestras de su propia orina.
Y notó algo muy interesante. Ni la carne ni el pescado se pudrieron, y su orina no se nubló. Según dijo «siguió tan clara como un jerez fresco«.
Sin proponérselo
Lo que había creado no era aire libre de polvo u ópticamente puro.
Sin darse cuenta, Tyndall lo había esterilizado. Dejó que todas las bacterias se asentaran y se pegaran al fondo de la caja.
El aire adentro quedó libre de gérmenes.
Puede que no haya sido su intención original, pero Tyndall proporcionó evidencia decisiva para una teoría controvertida de la época: aquella que decía que la descomposición y la enfermedad son causadas por microbios en el aire.
John Tyndall era un hombre que investigaba exclusivamente por el ansia de conocimiento, sin una focalización a priori vinculada a un problema del mundo real.
No se propuso descubrir los orígenes de las enfermedades transmitidas por el aire cuando comenzó a explorar los colores del cielo, pero eso fue exactamente lo que hizo.
Su caso hace que la otra forma en la que se le llama a este tipo de investigación guiada por la curiosidad en inglés (y que se usa en español) suene muy apropiada: «blue-sky investigation» o «investigación de cielos azules».